En Dejando atrás mi cómoda silla, una mujer en sus cuarenta, de buena familia, buena educación, renuncia a su salario en el sector financiero en su país, Colombia, para irse con una ONG como voluntaria en África. En el relato se refleja la sorpresa que produce visitar un lugar donde el abandono y el atraso, la muerte a temprana edad y las criaturas salvajes son comunes. Paula Cruz Domínguez, la autora, se declara inspirada por la obra Escuela de belleza en Kabul, de Débora Rodríguez, así como por las obras de Ken Follet y de Jorge Amado. De la primera, parece apropiar la riqueza de la trama, del segundo las descripciones maravillosas y, del tercero, la coquetería de la narración, y arma así su propio entramado narrativo en el que como lectores vivenciamos las escenas, visitamos los paisajes, sentimos el viento y la brisa, el calor y la alegría en medio de la dificultad. Entre las muchas actividades que realizó Paula en Manhiça, Mozambique, una, la de la construcción de un parque infantil para los niños, llama poderosamente la atención. Porque aquellos pequeños, apenas ver el parque terminado, esperan la oscuridad de la noche para robarse las llantas con las que había sido construido, porque con ellas sus padres podían hacer de comer para el día siguiente. No obstante Paula, pese a la frustración que experimenta, no desiste en su empeño y lo vuelve a levantar, pero esta vez con el compromiso de la comunidad de que no volverán a destrozarlo. Otras historias encerradas en este libro nos harán palpar la vida africana: la de «Manuel Timoteo» es desgarradora, la de «Los albinos», dolorosa, la del «Transporte Público en Mozambique», curiosa y divertida, en tanto que la de «Un pueblo fantasma», delirante. Ciertamente, nadie que lea Dejando atrás mi cómoda silla podrá olvidarla.