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Biografía

foto del                         autor

ALEJANDRA PIZARNIK

(29 de Abril de 1936)

Nombre completo

ALEJANDRA PIZARNIK

Edad

88 años

Nacionalidad

Argentina

Lugar de nacimiento

Avellaneda, Buenos Aires

Ocupación

Poeta

Lengua materna

RUSO


Quiero pensar la performance Pizarnik. Pensarla no como rasgo incidental, ni tampoco como alternativa a su escritura sino como una manifestación más de esa escritura, acaso la más notable: pensarla como una construcción tan calculada y pulida como cualquiera de sus textos. Quiero pensar cómo Pizarnik articula una figura con su cuerpo y con su letra, una figura que apela, más aun demanda, la mirada del otro porque sin el otro no hay figura, es decir sin el otro no hay yo. Escribe en su diario: “Increíble cómo necesito de la gente para saberme yo” (Diarios, 230).

De las muchas imágenes que guardo de ella se me impone una. Es verano, poco después de nuestros respectivos retornos de París. Estamos ella y yo pasando unos días en el departamento de sus padres en Miramar, balneario al que, por alguna razón que no recuerdo, hemos rebautizado Nachtna. (Como dos chiquilinas jugamos con las palabras, nos divierten los disparates verbales, las connotaciones soeces.) Nos hemos quedado hablando, bebiendo y fumando hasta tarde, y yo me despierto con resaca. Desde la cama de donde me cuesta arrancarme, por la puerta entreabierta, veo a Alejandra, ya levantada (y aparentemente sin resaca), sentada a la mesa del comedor contiguo con un libro abierto –Amerika de Kafka – y con su diario, en el que escribe asiduamente con una de aquellas lapiceras suyas “muy especiales” porque, apasionada de instrumentos de escritura, adolece de aquello que, aludiendo a una antigua papelería de Buenos Aires, ella misma llama el “complejo Peuser”. Posiblemente sean las nueve de la mañana. Alejandra ya está componiendo.

No sé lo que escribe, nunca lo sabré. Confieso que he cedido a la tentación de buscar en su diario una mención de Amerika, queriendo completar, de alguna manera, esa escena de lectura. No la encuentro donde creí que acaso estuviera, en aquel año 1964, sino mucho más tarde. Escribe Pizarnik en 1970:

Único método de trabajo: tener delante un modelo. Pienso en América de Kafka. Pero hay algo muy opaco en ese libro, algo que no pertenece a mi pequeño y estrechísimo mundo interno demasiado caótico pero escasamente poblado (Diarios, 480).

¿Sentía ya esa desavenencia cuando leía Alejandra aquella mañana dieciséis años antes? De poco me sirve esta entrada del diario para aclarar la imagen de aquel verano de 1964, pero no se trata de eso. Podría haber sido cualquier libro. Sólo guardo esa imagen icónica de quien como Roland Barthes (y también como Susan Sontag en sus diarios) escribe su lectura. Alejandra es, por excelencia, el lector con el libro en la mano: pose primordial de todo escritor, aquí se vuelve explícita, ejemplar. No bien despierta, y como un deber que acepta gozosamente, un ejercicio a la vez espiritual y profesional, Alejandra lee, Alejandra escribe, Alejandra acumula citas: son tres fases de una misma actividad que necesita la mirada del otro. No sé si en aquella ocasión sabría que yo la miraba: el detalle biográfico no tiene importancia, sí lo tiene el gesto exhibicionista. Basta recorrer sus diarios para ver con qué cuidado analiza su lectura, anota lo que le impresiona, establece comparaciones: en suma, con qué cuidado o más bien pasión, elabora lo que lee, como quien lo prepara – lo adereza, diría – para un uso ulterior. El diario de Pizarnik reflexiona, cuestiona, y sobre todo cita textos que va juntando al azar, como quien almacena material que puede ser útil en un futuro: para componer su imagen, para asentar su escritura. Imposible determinar un itinerario de lectura, las citas se acumulan aparentemente al azar: “Quiero morirme siendo, siendo ayer”, cita de Así que pasen cinco años de Lorca, alterna con “la garúa de la ausencia”, cita del tango Ventanita de arrabal; una alusión a Schéhadé alterna, a su vez, con una cita de Mi noche triste. Así, desjerarquizándolas, restituyéndolas a la pura letra, Pizarnik en su diario recicla citas y referencias, acaso para usarlas después, como objets trouvés, para ir componiendo lo que llama su Casa de citas: archivo literario, materia misma de una autofiguración que permanentemente necesita testigos.

A esta figura, la de la escritora ejemplarmente literaria que practica la estética de la relectura y acumula fragmentos para dar cuerpo a su obra, la escritora que se exhibe leyendo, añado otra: la de la escritora que da a ver su cuerpo como obra, es decir la de la escritora como dandy. No son, después de todo, tan diferentes. Ya Eduardo Paz Leston, entendido en el tema, había destacado este aspecto de Alejandra (Piña, 156). Mi memoria de nuevo me trae un ejemplo. Estoy con Alejandra cuando suena el teléfono; llaman de Sur para decir que Victoria Ocampo, que había oído hablar mucho de Alejandra desde su regreso a Buenos Aires, quiere conocerla y lanza su úkase: que vaya esa misma tarde a tomar el té en San Isidro. Alejandra acepta la imperiosa convocatoria y comienza a preparar su visita. De qué le va a hablar, a qué escritores franceses le va a mencionar, pero, sobre todo, qué se va a poner. Planea su indumentaria como quien planea una operación estratégica o, acaso mejor, como quien escribe un texto, sopesando el efecto de sus partes: tales pantalones, tal camisa, y sobre todo, por alguna razón, mucha preocupación sobre qué medias ponerse. De Alejandra, como de tantos poseurs o poseuses que llaman la atención desde la orilla, desde la diferencia – pienso en Norah Lange, en Louise Nevelson, en Karen Blixen, en Oscar Wilde – podía decirse, como de Beau Brummel, “el cuerpo piensa”.

Los que no entienden se perturban o se burlan de su indumentaria: hablan de ropa descuidada, de conjuntos mamarrachientos que atribuyen a una presunta “falta de clase”. No faltó quien dijera que Pizarnik parecía la sota de bastos. Un aparente amigo declaraba que prefería que no lo vieran en la calle con ella. (Cuando pienso en lo que vestía él – saquito ajustado de petitero que él consideraba elegante—me parece hoy que la afectación vestimentaria habitaba a ambos y que Alejandra salía ganando.) En cambio los que sí entienden aprecian la imagen desafiante, algo cacofónica, de Alejandra – una imagen disonante, para usar un término que le es caro y al que volveré – que se ofrece a la lectura: los pantalones de pana rojos, los chalecos, el trench coat o el gabán marinero y sí, las medias y los zapatos, constituyen otro texto. Pizarnik se donne à voir, se hace ver. Esto bien lo vio Manuel Mujica Láinez, otro poseur, en el poema simpáticamente burlón que leyó en su honor cuando en 1966 se le otorga a Pizarnik el Primer Premio Nacional de Poesía por la publicación de Los trabajos y las noches:

Como el buzo en su escafandra
y el maniático en su tic
me refugio en ti Alejandra
Pizarnik.
¡Oh tú, ligera balandra,
oh literario pic-nic,
con tu aire de salamandra
modelada por Lalique!
¡Oh Alejandra,
oh mi Casandra
chic! (1)

Pizarnik también, provocadoramente, se hace oír, como lo saben bien quienes la conocieron. Es curioso pensar que tres de los escritores más notables que ha tenido la Argentina en el siglo XX – pienso en Borges, en Silvina Ocampo y en Alejandra – hayan tenido, más que una voz rarísima, una rarísima entonación. Borges ha observado la importancia de la entonación en la literatura argentina, lo que llama la "cotidianidá conversada” (Borges, 22). Y sin embargo, nada menos cotidiano y más artifical que la entonación borgeana, hecha de hiatos y tanteos, o el vacilante casi tartamudeo de Pizarnik, o la gangosa y trémula voz de Silvina: tres entonaciones esforzadas, trabajosas y, sobre todo, trabajadas, tres de esas "voces forasteras", como las llama Silvina Ocampo en "Diálogos del silencio” (117). Cuando la oyó hablar por primera vez Haydée Lange (hermana de Norah y belle dame sans merci de Borges) le dijo: “Vos debés venir de un país muy sufrido”.

Al día siguiente de la visita de Alejandra a Victoria Ocampo le pregunté cómo le había ido. Le había ido bien, pese a las enormes diferencias que había entre ellas. Habían hablado de, entre otros, el poeta surrealista René Crevel. Victoria tenía puestas unas “mediuzcas” muy parecidas a las suyas, agregó, y ella se había enamorado de los zapatitos abotinados de Ferragamo de Victoria. Las dos habían pasado el examen.

Ambos momentos – el de la escritora que escribe su lectura, el de la escritora que se ofrece a la lectura de otros – son elementos decisivos en la composición que hace Pizarnik de su propia figura. Entiéndase que no reclamo en absoluto para ella una intención autobiográfica, en el sentido confesional y, sobre todo, “sincero” del término. Todo texto puede ser autobiográfico, todo texto puede no serlo: la lectura que se hace de él, y el lugar crítico desde donde se hace esa lectura, finalmente deciden, sea cual fuere la intención del autor. En cuanto a la sinceridad, no es criterio literario. Pero todo texto en primera persona, texto tramposo si lo hay – sea el yo confesional del diario, sea la primera persona lírica en poesía – juega con un reconocimiento por parte del lector: cuenta con su confianza, literalmente con su simpatía, cuando no su identificación con el yo que se expone, reconocimiento que vuelve legible a la persona textual. El diario del escritor es, desde luego, lugar privilegiado para la construcción de esa figura, de – como bien la llamaba Gide que entendía de autofiguraciones – un “être factice préféré” (Gide, 30). Nótese que dice facticio, no ficticio, dejando de lado la problemática oposición verdad/mentira para preferirle la noción de factum, de fabricación.

La fabricación del cuerpo como objeto cultural legible aparece temprano en la obra de Pizarnik. Ya en 1955, cuando todavía no ha viajado, sabe la imagen que quiere dar de sí. El 28 de julio de 1955 anota en el diario:

¡Desesperada! Acá, acostada en el coloreado diván, a la sombra de la tarde que se va. Mi ropa causaría trágica envidia a cualquier muchacha de las caves de Saint Germain, pollera de abrigadísimo paño verde con el “cierre” roto; pullover enorme de marino, campera desteñida y rota que aspira tener color celeste, y unas medias de lana verde con adornos marrones; a mis pies están los zapatos, felices en su negrura y modelo como esos”mocasines” que llevan los jugadores de base-ball yankies. Me gustan mucho. (Diarios, 42)

Esta composición algo simplista de bohemia existencialista – la muchacha presa de taedium vitae, echada en un sofá al declinar el día – encuentra eco en poses más tardías. Exactamente diez años escribe Pizarnik:

Yo me sentía anarquista e incendiaria (a causa de mis medias azules y de mi ropa sport que no rimaba (subrayado mío) con los muebles ni con la ropa – y las caras – de los demás.) Alessandro queria que yo cantara “en francés”. No comprendía por qué yo no quería actuar; puesto que era poeta y estaba así vestida no podía quedarme en silencio (Diarios, 405)

En ambos ejemplos, la composición de la figura cuenta con la mirada, el deseo, o la envidia del otro a la vez que defrauda sus expectativas: el anfitrión piensa que “puesto que era poeta y estaba así vestida no podía quedarme en silencio”, no así quien ofrece la imagen. La autofiguración de Pizarnik es gozosamente disonante, excepcional: no rima – es decir, elige no rimar – con lo que la rodea. Desconcierta y se distingue.

“No comprendía por qué yo no quería actuar”, escribe Pizarnik de su anfitrión que quiere que actúe como él piensa que debe actuar. Lo que no comprende ese anfitrión es que el yo no quiere “actuar” el yo es: la mímica no apunta a la esencia, es la esencia. La imagen que ofrece Pizarnik, como la de todo dandy, no responde a las expectativas. En cambio sorprende; obliga a una mirada nueva y, sobre todo, a criterios nuevos. Vuelvo a la noción de pose y paso a explicarme. La observación de Ana Becciu en su prólogo a los Diarios de Pizarnik revela los límites que suele adjudicársele al término. Becciu expresa el deseo de que la lectura de esos Diarios “sirva para entender que la vida de Alejandra no fue una pose, que fue una escritora, que le dolió serlo, porque casi nadie podía mirarla y comprenderla y amarla tal cual era” (Diarios, 110). La pose, en esta lectura (por cierto no privativa de Becciu), significaría fraudulencia o impostura; el dolor, en cambio, es signo de autenticidad. Posar sería aparentar ser algo que no se es. Yo propongo, en cambio, que posar, para Pizarnik – como para Oscar Wilde, como para Norah Lange – es aparentar no lo que no se es sino lo que se es (o se construye como tal); posar es construir una figura que, lejos de esconder algo, lo revela, exageradamente, promiscuamente, a plena luz. Posar no es mentira, no es disfraz, es performance del yo.

Las performances de Pizarnik, ya textuales, ya corporales, su implacable atención a la composición del yo, su incesante escrutinio se traducen, tanto en ella como en sus lectores, en un incansable trabajo de escopofilia. La letra es puro espejo, como el de la condesa sangrienta: en esa letra se escenifica ese “mirarse mirar, mirarse mirando” (Diarios, 276), definitorio de toda la obra de Pizarnik, así como el mirarse siendo mirada del que depende el sujeto poseur. Todo aquí es ocasión de imagen, todo es materia para la autofiguración. Así se multiplican esos êtres factices recurrentes en la obra de Pizarnik, autoimágenes fluctuantes en que se complacen – y a las que se aferran, inmobilizándolas – ciertos lectores que pretenden leer, a través de ellas, toda su obra. Me refiero principalmente a las autofiguraciones de desamparo, fragilidad y locura suicida, las que buena parte de la crítica considera “sinceras”: porque son trágicas, atormentadas y, desde luego, excluyentes de otras que, por lo irreverentes, podrían hacerlas peligrar. Son infaliblemente figuraciones de un yo doliente en distintas posturas de desamparo: la niña abandonada, la poeta maldita, la melancólica viajera, la amiga de la muerte, todas reificaciones que, como bien observa César Aira, “reduce[n] a un poeta a una especie de bibelot decorativo en la estantería de la literatura” (Aira, 9). Pero esas figuras de desamparo, por facticias no menos sinceras, no constituyen una autofiguración única, a pesar de los empeños de esa crítica. No hay una autofiguración privilegiada de Pizarnik sino muchas, dispersas, móviles, disparadoras de escritura, como he dicho, que desafían todo intento de coherencia. No riman sino desentonan, como desentonaba, calculadamente, el cuerpo vestido de Pizarnik. El regreso al cuerpo no es casual: las autofiguraciones son como otras tantas indumentarias – ya no de tela sino de palabras – con que Pizarnik se viste para hacer de su obra una representación, componiendo y recomponiendo esos pedazos: “Yo no quise ser estos fragmentos. Pero, puesto que debo, puesto que no puedo, no quiero ser otra, debo o tengo que reescribir o copiar a máquina un fragmento por día” (Diario, 453). Para ser – o mejor, para ser mirada – es necesario reescribirse, recomponerse, para constituir lo que César Aire llama, tan acertadamente, “un maniquí de Yo” (Aira, 17).

Con raras excepciones, en esta galería de imágenes que privilegia la crítica no están las autofiguraciones grotescas, las performances absurdas, vertiginosamente humorísticas tan caras a Pizarnik: “No tuve miedo del humor. Y más aún: lo destaqué”, escribe en el diario (Diarios, 416). Pero el recurso al humor, sobre todo a lo grotesco y lo paródico, de algún modo complica el bibelot, trabaja contra la imagen trágica (y reduccionista) de Pizarnik, introduciendo un elemento lúdico y bajo. Si la crítica no puede negar ese humor, por cierto descuenta su importancia literaria: son chiquilinadas inconsecuentes; o son despilfarros verbales que, si bien aceptables y hasta festejadas en conversaciones con Pizarnik, la disminuyen cuando escritas. O bien, en el peor de los casos, se elije verlas como manifestaciones de sus últimos años, como signos de deterioro, de un talento en vías de extinción. Consciente de este rechazo, Pizarnik, no bien termina La bucanera de Pernambuco, escribe: “La gente no quiere saber nada de mis textos de humor. Par ex. M.A; par ex., todo el mundo.” (Diarios, 496).

De la eficacia de ese humor como técnica outrée para “darse a ver”, tanto oralmente como en la obra escrita, puedo dar testimonio directo. Si la autofiguración a través de la cita literaria puede dar los íconos trágicos que mencioné y que representan hoy en día, para muchos, la única “Pizarnik” válida, el recurso a la cita descolocada – llamémosla dislate – permite autofiguraciones no menos significativas que conviven, y hasta cierto punto inciden, en las anteriores. Se ha querido ver a Pizarnik solo desde Bataille; pocos la quieren ver a la vez desde Roussel, desde Jarry, desde Queneau.

Propongo que el humor de Pizarnik, ese humor deformante o, una vez más, disonante, no es un desarrollo tardío o un último recurso desencantado, ni en su obra ni en la construcción de su persona, sino una suerte de laboratorio alternativo donde, desde un comienzo, se experimenta. Pienso en textos que se suelen ver como inconsecuentes, textos que no forman parte de un previsible canon Pizarnik y que sin embargo, tanto por su carga desestabilizadora, transgresora, como por su carácter desquiciado, son parte constitutiva de su obra y de su figura de escritora. Vuelvo nuevamente al recuerdo personal: primero para desmentir la idea de que el recurso al humor en la escritura fue modalidad de sus últimos años y resulta en una prosa abyecta; segundo, porque ese recurso es importante, literariamente hablando, y porque es divertido. Cuando estábamos las dos en París, al comienzo de los sesenta, compusimos muchos textos juntas, textos cuyo asidero era, por así decirlo, una brizna de realidad cotidiana, un desecho, casi, que el vértigo literario disparaba inmediatamente hacia lo imprevisto. Yo, modestamente, aportaba la brizna: por ejemplo, el nombre de una traductora al francés de literatura hispanoamericana (Mathilde Pomès) o un libro de gramática española elemental para niños franceses. Alejandra aportaba la conjunción y el vértigo. Así, Mathilde Pomès, en manos de Alejandra, se transformaba en “Pomesita la conasse” (algo así como Pomesita la conchuda); los ejemplos de usos de palabras y expresiones coloquiales castizas de mi libro de gramática, ya en sí bastante disparatadas, se transformaban, por su intervención, en exceso desopilante. El manual de grámatica daba un ejemplo de coloquialismo: “una perra gorda” significaba “un sou”, una vieja moneda de cobre. A partir de allí Pizarnik desvariaba: “Una perra gorda en la mano y una flaca en la otra mano para hacerle cuestiones al veterinario”. El exceso desopilante en otros momentos aparecía contaminando por ecos de poesía clásica española, las coplas de Manrique por ejemplo que Alejandra conocía perfectamente, no así yo:

¡Qué señor para criados y parientes!
¡Qué enemigo de enemigos!
¡Qué maestro de esforzados
y valientes!
¡Qué seso para discretos!
¡Qué gracia para donosos!
¡Qué razón!
¡Cuán benigno a los sujetos!
¡A los bravos y dañosos,
qué león!

Se transformaba perversamente. Eran Alejandra y Sylvia, que no el padre de Manrique, quienes merecían las loas siguientes:

¡Qué amigas de sus amigos!
¡Qué señoras para criados y parturientas!
¡Qué maestras de esbozados
y calientes!
¡Qué sexo para concretos!
¡Qué gracia para los osos!
¡Qué corazón!
¡A los bravos y legañosos,
un meón!

No resisto a la tentación de añadir otro recuerdo: Alejandra recitando el soneto de Nervo "Cobardía" y, en un rapto de perversa inspiración, reemplazando sistemáticamente ciertos sustantivos del poema – digamos el madre de "Pasó con su madre", o el alma de "¡Síguela! gritaron cuerpo y alma al par", o el locura de "Pero tuve miedo de amar con locura" – con la palabra culo, logrando efectos que no dejaré de calificar de sorprendentes y hasta de extrañamente eficaces.

Se me preguntará dónde se encuentran los textos humorísticos de Pizarnik, más allá de La bucanera de Pernambuco o de Los perturbados entre lilas, esos dos obras en prosa de los que en general desconfía la crítica. En efecto, han sido excluidos del corpus pizarniquiano clásico pero no por ello han desaparecido. Se encuentran, sobre todo, en la memoria de sus interlocutores, en una tradición oral que va pasando de grupo en grupo, y en cartas y papeles, algunos publicados pero en su mayoría inéditos. Sin embargo, con cierta satisfacción descubro que los textos humorísticos de Pizarnik, aquellos que supuestamente dañan su imagen trágica, han logrado una sobrevida electrónica. Por ejemplo, si se busca en Google “¡A los bravos y dañosos, / qué león!” se encuentra, previsiblemente, a Jorge Manrique; pero también si se busca a “¡A los bravos y legañosos, /un meón!” se llega, con la misma eficiacia googlesca, a “Dos finas poetas argentinas: Alejandra y Sylvia y viceversa” que incluye en su libro sobre Pizarnik Susana Haydu. Mi experiencia no es, seguramente, única: en innumerables blogs, en citas electrónicas, en anécdotas, sobrevive y seguirá sobreviviendo el bufón junto a la niña doliente. Creo que esta supervivencia jocosa no hubiera desagradado a Alejandra, ella que observaba que en los cuentos de Silvina Ocampo “las desgracias reciben ‘la visita de los chistes’ sin que por eso queden reducidos ni el humor ni la aflicción” (Prosa completa, 256).

Empecé esta charla sobre Pizarnik hablando de disonancia: escenas de lectura, performances vestimentarias, citas trastrocadas y fragmentos para describir su trabajo de autofiguración. Me encuentro ahora al final de nuevo con escenas de lectura, performances vestimentarias, citas y fragmentos y sobre todo con “la visita de los chistes”. En el intervalo, propongo, hemos leído – en una de muchas posibles lecturas – disonantemente a Alejandra Pizarnik. No olvidemos la fuerza corrosiva y a la vez constructora de esos chistes.




OBRAS CITADAS

(1) Citado en alejandrapizarnik.blogspot.com

Aira, César. Alejandra Pizarnik. Rosario, Beatriz Viterbo Editoras, 1997.
Borges, Jorge Luis. El tamaño de mi esperanza, Buenos Aires, Proa, 1926.
Gide, André. Journal 1889-1939, París, Gallimard, “Bibliothèque de la Pléiade”, 1955.
Haydu, Susana H. Alejandra Pizarnik: Evolución de un lenguaje poético.Washington: OEA/OAS, Serie Cultural, 1996.
Ocampo, Silvina. “Diálogos del silencio“, Poemas de amor desesperado, Buenos Aires: Sur, 1949.
Piña, Cristina. Alejandra Pizarnik. Buenos Aires, Planeta, Colección Mujeres Argentinas, 1991.
Pizarnik, Alejandra. Diarios. Edición a cargo de Ana Becciu. Barcelona: Lumen, 2003.
--------------. Prosa completa. Edición a cargo de Ana Becciu. Barcelona: Lumen, 2002.

Sylvia Molloy, Ñ


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Nacida como Flora Pizarnik Bromiker, fue hija de Elías Pizarnik y de Rejzla (Rosa) Bromiker, ambos inmigrantes judíos de origen ruso y eslovaco, que se dedicaban al comercio de joyería. Creció en un barrio de Avellaneda. Tenía una hermana mayor de nombre Myriam.

Su infancia fue muy complicada. Hablaba el español con marcado acento europeo y tartamudeaba. Tenía graves problemas de acné y una marcada tendencia a subir de peso. Estas eventualidades minaban seriamente su autoestima. La autopercepción de su cuerpo y su continua comparación con su hermana la complicaron de manera obsesiva. Es posible que por esta razón comenzara a ingerir anfetaminas —por las cuales desarrolló una fuerte adicción—, que le provocaban prolongados períodos con trastornos del sueño: euforia e insomnio. Alejandra padeció trastorno límite de la personalidad.

En 1954, tras el bachillerato, ingresó en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Permaneció como estudiante de la Facultad hasta 1957, tomando cursos de literatura, periodismo y filosofía, pero no terminó sus estudios. Paralelamente tomó clases de pintura con Juan Batlle Planas.

Lectora profunda de muchos y grandes autores durante su vida, intentó ahondar en los temas de sus lecturas y aprender de lo que otros habían escrito. Así se motivó tempranamente por la literatura y por el inconsciente, lo que a su vez hizo que se interesara por el psicoanálisis.

Firmemente apolítica e influenciada en su lirismo por Antonio Porchia, los simbolistas franceses, en especial Arthur Rimbaud y Stéphane Mallarmé, por el espíritu del romanticismo, y por los surrealistas, Pizarnik escribió libros poéticos de notoria sensibilidad e inquietud formal marcada por una insinuante imaginería. Sus temas giraban en torno a la soledad, la infancia, el dolor y, sobre todo, la muerte.

Su primer libro fue La tierra más ajena (1955), editado en Botella al mar. Más tarde publicó La última inocencia (1956), volumen dedicado a su psicoanalista León Ostrov, y Las aventuras perdidas (1958).

Entre 1960 y 1964, Pizarnik vivió en París donde trabajó para la revista Cuadernos y algunas editoriales francesas, publicó poemas y críticas en varios diarios, tradujo a Antonin Artaud, Henri Michaux, Aimé Césaire, e Yves Bonnefoy, y estudió historia de la religión y literatura francesa en la Sorbona. Allí entabló amistad con Julio Cortázar, Rosa Chacel y Octavio Paz, entre otros, siendo este último el prologuista de Árbol de Diana (1962), su cuarto poemario, en el que ya se refleja plenamente la madurez como autora que estaba alcanzando en Europa.

Regresó a Buenos Aires en 1964, publicando sus poemarios más importantes: Los trabajos y las noches (1965), Extracción de la piedra de la locura (1968) o El infierno musical (1971).

En 1969 recibió la beca Guggenheim, lo que le permitió viajar a Nueva York, y en 1971 una Fullbright.

Escribió en prosa La condesa sangrienta (1971).

El 25 de septiembre de 1972, a los 36 años, se quitó la vida ingiriendo 50 pastillas de un barbitúrico (Seconal) durante un fin de semana en el que había salido con permiso del hospital psiquiátrico de Buenos Aires, donde se hallaba internada a consecuencia de su cuadro depresivo y tras dos intentos de suicidio.

Faltó tiempo para la gran empresa literaria. Alejandra decía que tenía que escribir una novela y que habría de aprender una nueva gramática para llegar a ese fin que rondaba por su cabeza.

Hoy, tiene un monumento en la calle Güemes en Avellaneda.

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